Resumo
Practico el oficio artesanal de proponer juegos en ambientes educativos formales e informales; cuando de mí depende, prefiero el r i t u a l i n t i m i s t a a l e v e n t o extraordinario. Este texto es un fragmento de una publicación más extensa sobre detalles aprendidos en esa práctica. Por respeto a los límites espaciales propia de una revista, seleccioné sólo uno de los tantos posibles que, en mi opinión, hacen a un modo, digámoslo así, más lúdico de jugar.1 Precisamente, una pregunta que solemos hacernos quienes nos interesamos por propiciar el juego en la escuela no sólo como un recurso eficaz de enseñanza, sino como una actividad social y cultural a la que tenemos derecho, es la siguiente: ¿cuán lúdico es el modo de interpretar las acciones que resultan de las invitaciones a jugar que hacemos habitualmente como parte de nuestro trabajo? En la pregunta laten dos palabras clave: “interpretar” (en sus dos acepciones: comprender y ejecutar) y “lúdico”. Por si acaso fuera necesario, aclaro una vez más que el interrogante no remite a “lúdico” como sustantivo, sino como adjetivo que permite cualificar el modo de jugar que nos interesa desde la perspectiva señalada; un adjetivo que, poco a poco, hemos ido cargando de significado.