Resumo

Las cien bolitas de Damián se desparramaron a los cuatro costados de la cocina, ocultándose bajo los muebles, rebotando en otros juguetes caídos llegaron a escurrirse por la rejilla del desagüe, atascando la puerta y dificultando el caminar. Grité pensado que Laurita podía caerse de pisar esas esferitas de vidrio que no cesaban de rebotar de baldosa en baldosa. Se habían caído de lo alto de la alacena donde estaban ocultas  desde hacía cierto tiempo. Riesgos de poner algo en orden, y de mi mala memoria, que me llevaron hasta allí en busca de algo perdido: y con su precipitación cantarina y colorinche renacieron los reclamos de otros días, los días de mi infancia: Mis hijos tratan de entender como yo Las traje en uno de mis viajes cuando pensé que ya no se fabricarían, son del tipo que llamábamos “chilenas” y que en Chile se las conocía como “universo”. Varios planos de colores entrecruzados en su redoma de vidrio. El primer día fue la novedad y las explicaciones del juego, un hoyo que afortunadamente estaba gracias a la impericia de un albañil sirvió para las primeras explicaciones, y para demostrarme cuanto más eficaz era la pista de tierra sobre la cual medía el impulso del chanti, con la cuarta de mis pequeñas y terrosas manos. El segundo día no pude recordar como llamábamos el cambio de pasos, cuáles eran las reglas para jugar con tres hoyitos, y las voces que servían para determinar conductas en el adversario; las leyes especiales para el juego de la Troya, el Pique, o sea otro entretenimiento que mezclaba chapita de Bilz o cerveza, las “canicas” –que así se las llamaba en las historietas mexicanas- y el trompo. Esperé que en una futura reunión de ex alumnos del Don Bosco se pudiera reconstruir la memoria sobre estos perdidos juegos de la infancia.

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